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Lunes 9 de junio de 2014

Breaking Bad o Memorial del Engaño

“Breaking Bad” no es una serie más, no señor; “Breaking Bad” es LA Serie.


“Breaking Bad” no es una serie más, no señor; “Breaking Bad” es LA Serie.

Ya terminé la sexta y última temporada de “Breaking Bad”. Dicho así no tiene chiste. Si usted fuera mi interlocutora (o mi interlocutor) podría exclamar raudo y expedito: “Te vendo un marrano”. Pero no, no, no; usted estaría completa, total y absolutamente equivocada o, para el caso, equivocado. Porque “Breaking Bad” no es una serie más, no señor; “Breaking Bad” es LA Serie. Para que no se me vaya a acusar de parcial (dicho vulgarmente de “hocicón”) ni de andar contando los pormenores de la trama, vayan los siguientes datos: En septiembre de 2013, “Breaking Bad” entró al Libro Guinness de los Récords como la serie mejor puntuada de la historia, con una marca de 99 sobre 100; en tanto, IMDb la posicionó como la mejor serie de la historia. Por lo que hace a la trama, tenemos que la serie narra la historia de Walter White (Bryan Cranston) un aburrido y honorable profesor de química, quien lleva una vida completamente normal hasta que le diagnostican cáncer de pulmón y requiere garantizar el futuro de su familia, por lo que junto a su ex-alumno Jesse Pinkman (Aaron Paul), decide empezar a “cocinar” metanfetamina. A partir de ese punto, todo puede ocurrir. La expresión inglesa “breaking bad”, que da título a la serie (aunque no tiene traducción literal), sirve para expresar un cambio de actitud y empezar a hacer cosas peligrosas desafiando la ley.

Podría decirse que uno de los aspectos más relevantes de la serie es el proceso que transforma a un “buen hombre”, el recto profesor, el padre de familia intachable, en un delincuente desalmado, pragmático y eventualmente cruel.

Sin embargo, si nos quedáramos ahí, en los lindes de la anécdota, la historia no daría más de sí. Lo que terminó por “conmoverme” de la serie fue, casualidad o no, que coincidió con la lectura de un libro que terminé precisamente el pasado fin de semana, “Memorial del engaño”, de Jorge Volpi. [1] La primera novela que leí de él, “En busca de Klingsor”, [2] me fascinó; Volpi trata con gran acierto, temas y tramas elusivos para la mayoría de los novelistas latinoamericanos de éxito, quienes de manera asaz frecuente suelen recrear su entorno y, tristemente, no salir de ahí, del cómodo paraje de lo cotidiano. En “Memorial del engaño”, Volpi se supera a sí mismo y nos brinda una novela lúcida, inteligente, documentada, muy bien escrita, sobre un tema de actualidad. Dice la contraportada:

“El 17 de septiembre de 2008, dos días después de que se declarase la quiebra de Lehman Brothers, J. Volpi, uno de los genios financieros y mecenas de la ópera más respetados de Nueva York, abandonó intempestivamente sus oficinas de JV Capital Management. Ese mismo día las autoridades lo acusaron del desfalco de 15 mil millones de dólares, cifra considerablemente menor de los 65 mil millones de Bernard Madoff pero suficientes para acreditarlo como otro de los grandes criminales financieros de nuestra era. […] Con un tono que revela el cinismo propio de los ‘amos del universo’ que lucraron sin límites durante la burbuja inmobiliaria, Memorial del engaño es el recuento en primera persona de cómo una pléyade de expertos financieros, inversionistas, reguladores y políticos —y varios premios Nobel de Economía— orquestaron una de las mayores catástrofes económicas de todos los tiempos”.

Ahora bien, el punto de encuentro entre la serie y la novela es el siguiente: A su modo, ambas nos cuentan una historia de autoengaño. Las dos contienen una narración pormenorizada de cómo nosotros, los seres humanos de carne y hueso, estamos a un tris de convertirnos en auténticos monstruos, una vez que abrimos las compuertas de la autocontención; una vez que por debilidad o cinismo, indolencia o codicia, renunciamos a regir nuestros actos a partir de un mínimo de decencia. Recurro de nuevo a la contraportada:

“Sí, yo defraudé a un centenar de inversionistas. Sí, entre ellos había fondos de pensiones, universidades, hospitales. Sí, engañé a mis amigos, puse en riesgo a mis socios y a mi familia. Sí, soy un monstruo, un peligro para la sociedad. Pero quienes me señalan con sus índices flamígeros mientras contemplan el skyline de Manhattan no son mucho mejores”.

¿Cómo se llegó a ese extremo? ¿A partir de qué mecanismos, de qué estúpidas verdades “universales”? ¿Cuántos cómplices hubo? ¿Cuántos tipos de complicidades? Y el autor nos responde:

“¿Fuimos nosotros? ¿De verdad? […] Por supuesto no lo hicimos solos, se necesitó el concurso prolongado de miles, tal vez millones de voluntades cómplices -o ambiciosas y sedientas, o ciegas y estúpidas- a lo largo de tres lustros, políticos irresponsables, aviesos banqueros, burócratas internacionales sin escrúpulos, académicos e inversores tan embrutecidos por Hayek y Friedman como yo, y por supuesto un número incontable de ciudadanos anónimos, tan ingenuos como avariciosos (es muy probable, querido lector, que tú seas uno de ellos)”. [3]

Como siempre, como en todo, el origen del mal se encuentra en uno mismo: En nuestra cobardía, en nuestra estulticia, en nuestra avidez, en nuestra prisa, en nuestra incapacidad para resistir la tentación; sea esta cual sea, la cara que nos muestre, el nombre que posea, la ropa con que se vista, la sonrisa (o el guiño) con que nos convoque: “Todo empezó hace unos diez años, les dije. No fue intencional, al menos al principio. […] Poco a poco se convirtió en costumbre”; escribió Volpi. [4]

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