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Viernes 11 de abril de 2014

Búsqueda perpetua que es la vida

Se sientan frente al televisor, se escudan detrás de la computadora, o se pierden en el abismo de vivir su propia vida.


Se sientan frente al televisor, se escudan detrás de la computadora, o se pierden en el abismo de vivir su propia vida.

Para Luis Abraham, María y Adolfo, con todo el amor del Mundo.

Para Luisita, con el mismo amor, cerca de su 5º Cumpleaños.

“Conmigo está el consejo y el ser; yo soy la inteligencia; mía es la fortaleza”.
Proverbios, 8,14.

“Este morir a gotas me sabe a miel”.
José Gorostiza. [1]

Los veo estar; y es como decir que los veo ser.

Se sientan frente al televisor, se escudan detrás de la computadora, se aíslan en los Iphone, se ensimisman en el Ipad o se pierden en el abismo de vivir su propia vida agotándose en la cotidianidad intrascendente de bañarse, de lavarse los dientes, de comer, de dormir, de divertirse; y por lo general, ahí se quedan, impertérritos, estáticos, absortos, recogidos en sí mismos; con el alma enjuta de no usarla.

Hablo de mis hijos. Huelga decir que me gustan en mucho como son; que los amo; y quisiera creer que el medio siglo de vida, al que rápidamente me acerco, me sirve para comprenderlos, pero no. Al fin de cuentas no. Siento que se están perdiendo de algo y no sé qué.

Porque, contra lo que se podría pensar, la vida no está para vivirse así nada más, a secas, no; la Vida -escrita así con mayúscula y como titula Paco Ignacio Tabo II a alguno de sus libros-, la Vida está en otra parte.

La vida no es solo respirar -ni el crepitar del pecho, ni el crujir de huesos, ni el gruñir de tripas-. La vida es un ansia, un anhelo, un apetito, una aspiración, una inspiración sin nombre que se muere por vivirla. La vida es una búsqueda perpetua; una insatisfacción permanente que nos cerca, que nos acosa, que nos invita… que nos provoca. Una pregunta constante que es, aun tiempo, terrón y cometa; timón e impulso; temor y sueño; motor y vela; y a la que, a veces y para nuestra mala suerte, buena parte de nuestra existencia (entendida como el “estar”, no como el “ser”), tratamos de someter, de sofocar.

Volcados hacia el exterior, ahítos del Mundo, aparentemente más al alcance de nuestras manos que nunca, empezamos a perdernos a nosotros mismos. Nos negamos una pausa -la necesaria, la indispensable, la imprescindible- para pensar en nosotros, en lo que realmente somos, en lo que nos alienta, en lo que nos habita, en lo que nos impulsa y, al fin de cuenta, nos define porque nos posee o nos manda.

El viaje más maravilloso que podamos emprender es aquel que visita y se detiene a observar -y a comprender- nuestros miedos, nuestros odios, nuestras aflicciones, nuestros vicios, nuestras derrotas, nuestros fracasos (situados en seguidita de nuestros éxitos), nuestras obsesiones, nuestras manías, nuestras esperanzas, nuestros gustos, nuestros afectos, nuestros quereres.

Existen riesgos, por supuesto. A no dudarlo, en ocasiones, en esa búsqueda perpetua solemos extraviarnos. Ir detrás de sí parece tan absurdo como procurar alcanzar la propia sombra; sin embargo, no es cuestión de “perseguiros”; es asunto de encontrarnos en el páramo solitario de nosotros mismos (dice el poeta: “¡Oh inteligencia, soledad en llamas, que todo lo concibe sin crearlo!”. [2]; de detenernos para apropiarnos de nuestros sueños, de nuestros anhelos, de nuestros deseos más recónditos y, por ende, de nuestras debilidades más lastimosas, menos evidentes.

Escribe el poeta, respecto de la búsqueda perpetua:

“¡Tan, tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en un solo golpe de risa,
ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia”. [3]