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Domingo 6 de noviembre de 2011

Cuauhtémoc Cárdenas: valiosa voz para estos tiempos

Estableció la idea de que para convencer a los otros basta decir la verdad tal cual, sin afeites, sin metáforas


Estableció la idea de que para convencer a los otros basta decir la verdad tal cual, sin afeites, sin metáforas

El discurso del Ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano en el Senado de la República, durante la ceremonia de entrega de la medalla Belisario Domínguez, parece una pieza oratoria sacada de los cánones dictados por el filósofo alemán Immanuel Kant. Se sabe, por la historia de la filosofía, que este gran pensador trató con crueldad a la oratoria de naturaleza estérilmente retórica.

Estableció la idea de que para convencer a los otros basta decir la verdad tal cual, sin afeites, sin metáforas fáciles en busca del aplauso.

A tal grado llegó la condena, que estimó inmoral el adorno a la palabra, convertirla en artificio de entretenimiento que frecuentemente promete lo que no se va a cumplir.

A mí no me resulta extraña la sobriedad con la que Cárdenas se dirige a sus auditorios, las muchas veces que lo he escuchado se que ese es su talante y no otro.

Pero no nos equivoquemos: esto no quiere decir, en lo más mínimo, que el hombre al que se galardonó merecidamente no le dé hondura a sus juicios, perspectiva profunda y duradera.

Su pieza ante el Senado me lo confirmó. Lo examinaré en varios de sus momentos, brillantes por contener una historia viva y, en algunos casos, dolorosa.

Inicio por lo que más duele.

Se reconoce recipiendario sin falsas modestias de la medalla Belisario Domínguez y a nombre propio. No podía ser de otra manera.

Pero la recibe a nombre de más de 600 luchadores caídos entre 1988 y 1997 en el combate por edificar un país democrático y justo por el reparto de sus frutos y riquezas. Se trata de mártires en espera de justicia porque los autores intelectuales y materiales de los homicidios permanecen en la absoluta impunidad.

Quizá nadie, en lo que luego fue el PRD, se haya preocupado tanto por estos inmolados.

Me consta la preocupación del ingeniero y cómo a su impulso se ha documentado, para la historia, este ominoso expediente que reporta en tan breve plazo la barbarie de los que resisten los cambios progresistas en el país sin importar la vida de los oponentes.

Personalmente tengo claro que una convicción política no necesariamente tiene que ascendrarse en legajos conteniendo las actas de defunción de los que murieron por la convicción que se comparte; es tan compleja la vida y la conciencia que los motivos para tomar un partido e impulsar una causa brotan de muchas partes.

Pero es muy diferente cuando un líder o un simple militante se percata de que el compañero de ayer, con el que se compartieron sueños, metas y esfuerzos, ya no está porque lo asesinaron.

Entonces, a mi modo de ver, emerge un motivo más para no abandonar la lucha, para ser más congruente, para destinar mayores energías y tener éticamente redoblada la convicción de seguir adelante.

Creo que Cárdenas está hecho de esa madera.

Alrededor de 1988 –un poco antes y después– Cárdenas y otros hombres y mujeres hicieron posible el gran viraje del país hacia la democracia, sustentada en la participación de los ciudadanos.

Fue el año que registra un hecho escasamente reconocido a lo largo de nuestra historia: el ciudadano existe, luego es posible que el pueblo tome en sus manos su destino. La ruptura que intentamos desde fuera, incluso por la vía de las armas, se logró desde “adentro”.

La corriente democratizadora del PRI logró poner fin al régimen de partido de Estado dominante.

Salinas pudo usurpar la presidencia, pero la historia ya había tomado un curso diferente y los tiempos del viejo autoritarismo monolítico habían concluido.

Quizá quienes militen en la izquierda no le hayan dado todo el golpe a este asunto y por eso no asuma la responsabilidad que le corresponde por este suceso y bastaría un hecho para subrayar su profundo sentido: ya con el modelo neoliberal en marcha, desmontando un Estado benefactor ciertamente deformado y corporativo, los panistas con el banquero Clouthier a la cabeza creyeron que la república caería en sus manos en ese temprano año de 1988, sólo para llevarse la sorpresa de que la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, amparada por partidos desvencijados y sin prestigio, iba a arrollar a grado tal de obtener el triunfo, que luego se le escamoteó con malas artes y crímenes, lo que legítimamente puso el pueblo en manos del michoacano.

La ruptura estaba, quizá el fermento social para la revuelta contaba con levadura suficiente.

Pero entonces se optó por la responsabilidad de la paz y por la construcción del partido del 6 de julio que muchas veces ha renegado de su origen, privilegiando lo insustancial y momentáneo en demérito de lo que da cuerpo histórico a una causa tan sentida por los mexicanos en materia de democracia y distribución de la riqueza.

Sin florituras Cuauhtémoc lo dice en la alta tribuna senatorial: “1988 no logró echar abajo el fraude e imponerse pacífica y democráticamente en la coyuntura electoral; sí logró que a partir de entonces el pueblo mexicano tomara conciencia de que la participación política, la organización popular y el voto ciudadano, la observancia estricta de la ley y la vía pacífica constituían los caminos para el cambio profundo y sólido del país”.

Avanzando el tiempo, 1997 demostró que finalmente podía imponerse el respeto al voto y, por primera vez, el partido del Estado perdió la mayoría absoluta de representantes en la Cámara de Diputados, lo que hizo posible la separación de los poderes y la apertura de la alternancia presidencial en el año 2000, aunque el beneficiario de dicho cambio no haya sido la izquierda progresista que trabó todas las condiciones para la ruptura del viejo autoritarismo.

Aunque es un tema recurrente, el hecho de que Cuauhtémoc nos recuerde que la democracia no se agota en la simple contienda electoral, tiene pertinencia en este delicado momento que la izquierda se desbarranca exclusivamente por la agenda del poder sin más.

Nos recuerda el político: “La democracia es de alcances mucho mayores y más amplios.

Democracia es igualdad, igualdad para todos en el ejercicio de los derechos consagrados en las leyes y en las oportunidades de mejoramiento, igualdad en los accesos a la educación y a la cultura, a la salud y a la seguridad social, a la vivienda y a servicios públicos de calidad, igualdad en la calidad de vida en las diferentes regiones del país, en grandes ciudades y en poblados pequeños, e igualdad para México en su relación con otras naciones”.

Es una democracia que no se entiende sin el Estado de Derecho, por el que un segmento de la izquierda que lucha por el poder considera una simple pamplina, y por eso no inspira la confianza suficiente para la construcción de acuerdos.

Con este pensamiento Cuauhtémoc nos recuerda que la democracia es participación, participación para caminar hacia adelante por la soberanía y en contra de los consensos de Washington, por la igualdad y en contra de toda discriminación, sobre todo la que tiene sus raíces en la desmesurada acumulación de riqueza que ha convertido a México en un régimen de privilegio, similar al que se construyó durante el porfiriato.

Para Cuauhtémoc la política no es una utopía vacía, una propuesta para un futuro lejano y nebuloso. Para él la política es exigirle a los funcionarios voluntad para los cambios, al margen de toda facciosidad, instituciones constitutivas de un Estado con responsabilidades que rebasan partidarismos, reforma fiscal integral y no nada más la búsqueda de nuevos tributos, y la posibilidad de edificar un auténtico Estado de bienestar, vertebrado para dar respuesta fundamental a los que padecen hambre y sed de justicia.

Que el país necesita una auténtica banca comercial, lo puntualiza el galardonado, quien reconoce también que se necesita de una reforma laboral, pero no con la mira puesta en la mayor precarización del trabajo, destruyendo de paso los derechos y garantías para la asociación y la negociación colectiva de los asalariados.

En dos momentos de su importante discurso, Cuauhtémoc habló con claridad y fortaleza: Uno, para marcar su raya, su frontera, con la forma en la que se ha encarado el combate a la delincuencia organizada. Para él, lo que se ha hecho en los últimos años es insuficiente y, por tanto, presumir el enfrentamiento directo con él no basta, como lo demuestra la realidad.

Expuso una visión integral del tema, hablándonos de su vinculación con la economía, las finanzas, la política, la sociedad y el siempre negligido aspecto internacional.

Y la conclusión brota prácticamente sola: nos dice que en un sistema democrático, tanto la seguridad como la justicia, son asuntos que caen por entero en el ámbito de las autoridades civiles, y hace propuestas para que de manera impostergable esto se reenfoque.

La divisa es clara: “Las Fuerzas Armadas... no deben seguir expuestas a riesgos derivados de una función que no les corresponde, y fortalecerlas como el cuerpo que resguarda y garantiza la integridad de la nación”.

En otras palabras, regresar al viejo espíritu constitucional, a la mejor tradición de un Ejército de raíces populares que surgió del pueblo mismo y para defender su soberanía.

Frente a la militarización, está la propuesta de acabar con la corrupción y la impunidad, por el saneamiento de los cuerpos judiciales, la existencia de un poder Judicial autónomo y oportunidades en educación, empleo, cultura, esparcimiento y recreación para la juventud. Prevención y no represión.

Seguir el curso del dinero negro y no ampararlo en la secrecía de las finanzas. Inteligencia y no improvisación, y normando todo esto, efectiva rendición de cuentas, entendida como responsabilidad por el ejercicio del poder.

Está clara la propuesta de que detentar un cargo público, grande o pequeño, no es tener en las manos un cheque en blanco que facilite el abuso y menoscaba el cumplimiento de la ley, de una ley liberal que le marcó límites precisos al Estado y sus funcionarios.

En el segundo momento y con la experiencia de tres candidaturas presidenciales, Cuauhtémoc tiene toda la autoridad moral para demandar, como lo hizo, a los aspirantes al poder Ejecutivo federal que hablen claro, que den a conocer las propuestas para la futura elección y para los tiempos de esta nación.

Quiere que nos digan por dónde ven las soluciones viables a los problemas que agobian cotidianamente y les pide franqueza, la franqueza que debe caracterizar la vida cotidiana de la democracia.

Con tanta seguridad y sinceridad, le exige a los aspirantes que hablen hasta en el caso de que sólo vean como destino seguir cayendo por el tobogán por el que ha resbalado el país a lo largo de los tres decenios anteriores en el que el timón ha estado lo mismo en manos del PRI que del PAN.

A algunos esto les puede parecer candor puro, pero el ingeniero, puesto a escoger entre hacer la apología de sus ideas y el reclamo parejo, opta por esto último, dando muestras de su altura de miras y su visión humanitaria hacia el país.

En esa línea nos da la lección principal de su discurso: la posibilidad de reconocer los puntos comunes, al margen de las discrepancias, y articular las convergencias que este país puede construir en este aciago momento para que la nación no se pierda, no se nos deshaga entra las manos.

En este marco, el galardonado demócrata no afirma, no dicta una consigna y opta por el diálogo civilizado que se contiene en la pertinencia del que interroga a los demás y se autointerroga a sí mismo.

Con la soberbia desterrada de su talante, nos pregunta a todos: “¿Por qué, más allá de proseguir con los procesos internos, que deben cumplir requisitos y tiempos legales, como decisión política que bien puede tomarse, no se abre un diálogo para identificar las coincidencias respecto a lo que debe hacerse hacia adelante? ¿Por qué no se empieza, al interior de cada partido, con la identificación de las visiones que comparten quienes hoy aglutinan simpatías distintas? ¿Por qué no pensar que propuestas que concentren coincidencias puedan alcanzar el respaldo de mayorías ciudadanas y por qué no pensar que pueda establecerse un compromiso común de partidos y candidatos presidenciales para llevar a cabo, en los próximos seis años, aquello que se comparte, con el impulso y el esfuerzo común de todos aquellos que coinciden?”.

En la despiadada lucha por el poder, la respuesta positiva a estas interrogantes parece imposible. No lo es, y no lo es por una razón sencilla: a nuestro país se le está acabando el tiempo y las oportunidades, y es la hora de escuchar estas voces, estas preguntas clavadas a la vera del camino por el que transitamos por responsabilidad de los líderes políticos que nada más ven las señales del poder sin decirnos para qué lo quieren.

Me cuento ente los mexicanos que recibimos con enorme gusto la distinción otorgada a Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano. Y es la oportunidad que tengo para expresar el orgullo de haber recorrido a su lado muchas calles y pueblos de Chihuahua planteando para el país un camino diferente, una nueva ruta que no por el hecho de que no se haya alcanzado es inasequible. Enhorabuena que nos habló sin adornos ni artificios.