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Martes 4 de septiembre de 2007

Diálogo rehuido

Se acabó el viejo ritual: el que hizo concurrir a presidentes ante legisladores en el “día del presidente”


Hemos asistido al final de un viejo ritual: el que hizo concurrir a los distintos presidentes ante los legisladores federales en la apertura de sesiones del Congreso y hacer de ese episodio “día del presidente”. La costumbre no surgió del capricho de un hombre que fue tentado por la vanidad, sino de una disposición de la Constitución de 1857. La cultura presidencialista y su mejor método de propaganda, la adulación, hicieron del Informe motivo de culto al gobernante en turno.

Liquidada por esa distorsión histórica que sirvió para el anuncio espectacular, el recuento complaciente y la estulticia de la mirada presidencialista, la ceremonia del Informe pasó a mejor vida. Es ya disfuncional para el país y para la conformación de fuerzas en el Congreso. La transformación no debe ser sólo el cambio de lugar, y menos sustituirla por una ceremonia de complacencias, aplausos y elogios, sino un diálogo franco entre poderes que discuten, debaten, evalúan el estado de la nación y son capaces de admitir avances y reconocer retrasos.

En estricto sentido, aunque las circunstancias condujeran a otra cosa, ese debate y diálogo los quiso tener Calderón con el Congreso. Fue su propósito cambiar la dinámica de la rendición de cuentas, pero la oposición legislativa no supo responder al llamado, y entre la ofuscación y la mezquindad declinaron la exigencia que había sido propia durante más de una década: generar un intercambio de ideas. La argumentación que ofrecieron algunos diputados fue patética: no había condiciones para debatir, los parlamentarios no estaban listos para par-lamentar con el Presidente, en una abdicación grotesca de una de las funciones que es consustancial al Poder Legislativo, la deliberación pública permanente.

Por ello el presidente Calderón, en efecto, “no podía ni debía eludir” referirse a ese hecho. En la naturaleza misma de la función legislativa está la actividad parlamentaria, y como condición indiscutible de la política gubernamental está el diálogo. Hoy no se entiende la democracia sin el debate de las ideas.

Al Presidente no se le ocurrió hace un mes debatir con los legisladores. Como lo reconoció en su mensaje político del domingo en Palacio Nacional, ha estado a favor desde tiempo atrás de cambiar ese modelo que ya no responde a la realidad. Durante las audiencias públicas a que convocó la Cámara de Diputados en octubre de 2004, Calderón apuntó una serie de cambios al régimen político y propuso soluciones que mejoren nuestra vida política, identificando qué reformas serían necesarias para una gobernabilidad democrática. No sólo propuso modificar la fecha de presentación para el mes de febrero, sino hacer un ejercicio de diálogo que suscitara un recuento de los resultados, “evitando así el ‘corte de caja’ que no tiene una lógica anual y que complica a ambos poderes el funcionamiento del análisis del ejercicio del gobierno”. Es interesante recuperar ese documento, pues ahí hizo suya la propuesta de Diego Valadés para la conformación de un gobierno de gabinete.

La insistencia en la invitación al diálogo que Calderón formuló a lo largo de su texto sería el mejor instrumento para un debate incluyente y productivo. El diálogo y la exposición de razones acercarían las distintas posiciones políticas, propias de una sociedad plural. El mayor riesgo para el país es la parálisis por la falta de consensos. Viviríamos en un griterío de confusión frente a problemas crecientes y amenazadores de la estabilidad y el desarrollo del país.

Sin esa posibilidad de intercambio, que en esta hora hubiera significado una oportunidad de definiciones, el Presidente decidió hacer un discurso más para los suyos que para el país. Arenga que cumplió motivacionalmente, un mensaje que se envió con fuerza para conmover a los afines, que sin duda tocó temas relevantes de la situación real del país, pero al que le faltó mayor vigor y definición en asuntos que desde esa voz, la del Presidente, requieren aliento, empuje, definición. Muchos temas esperan, porque así es la política mexicana, que el Presidente resuelva una postura. En la relación partido-gobierno, esas definiciones son fundamentales para la coordinación, apoyo y cooperación adecuadas.

En general, considero que hizo bien en reconocer el esfuerzo realizado en el Congreso en torno de la reforma del Estado, y que reconociera que el modelo electoral, diseñado para asegurar la limpieza de la jornada electoral, necesita cambios en la legislación para regular aspectos que son torales en el desarrollo de campa-ñas y precampañas, reducción de la duración y costos, una mayor fiscalización de los recursos asignados, y establecer reglas que definan el ámbito de acción de las autoridades de todos los niveles de gobierno, con claros límites a su intervención y/o participación en los procesos.

En cuanto al comportamiento de la oposición perredista, me parece que avanzamos pues tuvimos una ceremonia respetuosa y sobria; se vislumbra una esperanza de que protestas y propuestas se puedan reconducir en el plano institucional. Me pareció bien la diputada Zavaleta, quien de acuerdo con sus convicciones expuso las razones que le hicieron abandonar la presidencia de la Mesa Directiva y no recibir el Informe. Las líneas que leyó demarcan los planos del debate que sacude al PRD en torno de un proceso “legalmente concluido” pero “cuestionado en su legitimidad”. Es de esperarse que en el futuro el diálogo sea posible.

Profesor de la FCPyS de la UNAM