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Martes 30 de junio de 2009

El paisaje en la guerra

Las proezas de Villa, de los dorados, tienen un ámbito natural portentoso.


Las proezas de Villa, de los dorados, tienen un ámbito natural portentoso.

Hoy, un regalo especial de verano para los lectores: porciones de El paisaje en la guerra de Edmundo Valadés, texto prácticamente desconocido que confirma a Edmundo no sólo como gran cuentista y uno de los difusores culturales más importantes del siglo pasado con la revista El Cuento, sino como un ensayista de excepcionales dotes.

“Uno de los grandes personajes en la que se conoce como novela de la Revolución Mexicana, lo constituye el paisaje. Las llanuras, las montañas, las sabanas, el desierto, toda la naturaleza bronca o exuberante que fue escenario de la rebelión iniciada en 1910, enmarca, captada por la pluma de los escritores que lo describen casi siempre como testigos oculares, el sismo que empujó a México a la búsqueda de un nuevo orden social y político.

“Quizá nunca se ha reunido en toda nuestra literatura un mural geográfico, tan solidario del hombre en sus afanes de justicia y libertad, como el que está presente en la novela de la Revolución. El paisaje es allí, aparte propósitos estéticos, incitante elemento que influye y participa en decidir operaciones militares que puso en juego la estrategia espontánea e intuitiva de los improvisados capitanes que harán triunfar a la Revolución. Además, es visible su importancia como estímulo que lanza al pueblo contra el régimen y la sociedad que lo oprimían.

“Las altivas, soberbias moles montañosas de la Sierra Madre Occidental, en Chihuahua y otros estados norteños; los grandes desiertos, las tentadoras sabanas que abrían su inmensidad ante los ojos de seres explotados, alientan a huir, a «irse al monte», a la sublevación contra un sistema pródigo en injusticias, porque el paisaje ofrece albergue seguro para prender y mantener el fuego de la protesta armada, para solapar la guerra de guerrillas a salvo de la represión de las tropas federales, de las guardias blancas, del feroz aparato policíaco.

“Tal calidad está advertida en las novelas de la Revolución Mexicana y por eso el paisaje adquiere en ellas un sentido que excede al de la simple descripción. Pocos como Rafael F. Muñoz tienen conciencia de ello en los hechos que va a narrar. He aquí una observación reveladora, por la que comprendemos que, a veces, no fue nada más el hombre el que se adentró en el paisaje, sino que el paisaje fue al hombre, como aliado suyo: «Entonces se acercó a nosotros una gran planicie, se metió bajo las patas de los caballos y así se fue desenrollando. Parecía una mujer que se nos ofreciera y la tomáramos ávidamente: al galope.» ¿No es exacto aquí como el paisaje se lleva a los revolucionarios a su jornada bélica? Muñoz, dueño de aguda mirada, descubre que la naturaleza no es algo estático, sino que tiene movimiento, que se confunde con la prisa de los hombres: «…allá se va el mezquite correteando por el llano, como un muchacho travieso que sigue la puesta del sol».

“O esto:

“«Era el mismo mezquital, compacto e invasor, que llegaba hasta los bordes inclinados del terraplén para tocar con sus ramas los discos rodantes y las tablas de los carros. Y al pasar a la carrera ante nuestra puerta, el mezquite me fascinó, me atrajo hacia él, me hizo completamente suyo».

“La obra de Muñoz es rica en espléndidas pinturas del paisaje norteño, ya como fondo de las acciones de Pancho Villa a la de los personajes de Se llevaron el cañón para Bachimba: «…el perfil de las montañas contra el cielo, que de azul negro se iba tornando plomizo; después pareció que detrás de esas montañas se incendiaba un gran pajar». Es constante la presencia del ambiente físico: «…nos encontramos con que la hostilidad del monte se iba desvaneciendo; era como si el frío de las estrellas lo hubiera diluido…», o «…emprendimos el avance por un llano tan vacío que se diría que por ahí no hubo ruidos nunca» [...]

“No es Othón, sino Mariano Azuela quien describe: «El angosto talud de una escarpa era una vereda entre el peñascal veteado de enormes resquebrajaduras y la vertiente de centenares de metros, cortada de un solo tajo». (Aquí el novelista y el poeta tienen casi los mismos ojos, pues Othón había dicho: «…en el hondo perfil, la sierra altiva / al pie minada por horrendo tajo. / Bloques gigantes que arrancó de cuajo / el terremoto, de la roca viva…».

“Un personaje de Azuela, a bordo de su caballo, trepa a una cima: «Cuando escaló la cumbre, el sol bañaba la altiplanicie en un lago de oro. Hacia la barranca se veían rocas enormes rebanadas; prominencias erizas como fantásticas cabezas africanas; los pitayos como dedos anquilosados de coloso; árboles tendidos hacia el fondo del abismo. Y en la aridez de las peñas y de las ramas secas, albeaban las frescas rosas de San Juan como una blanca ofrenda al astro que comenzaba a deslizar sus hilos de oro de roca en roca».

“Al atardecer, la noche, el alba –pues los revolucionarios vivían casi siempre a la intemperie, bebiendo el paisaje por todos los poros-, le inspiran estas imágenes al autor de Los de abajo: «…las nubes crepusculares como gigantescos cuajarones de sangre…», o «A esa hora, como todos los días la penumbra apagaba en un tono mate las rocas calcinadas, los ramajes quemados por el sol y los musgos resecos» [...]

“Las proezas de Villa, de los dorados, tienen un ámbito natural portentoso y sus hazañas crecen, asociadas a la inmensidad del paisaje. Grandeza y barbarie; generosidad y violencia; idealismo y pillaje se confunden en el gran cataclismo social que sacudió a México. Martín Luis Guzmán ve la violencia de Villa –los escritores estuvieron tan cerca de ella que los confundió a veces- y la contrasta con el paisaje:

“«Y la sierra abrupta, la sierra inmensa, cuya calidad estética suprema se debe al juego de la luz con los caprichos más nítidos de la superficie y de la línea, vivía de boca en boca el contraste entre su belleza de claridad y la negra leyenda de sus incursiones bárbaras».

“Cerca de la fusilería –los 30-30 de los corridos-, los novelistas de la Revolución vivieron muchas de las peripecias de esa gesta histórica. En trenes, en caballos, a pie, en los vivaques, ante sus ojos pasaron no sólo los hombres y las batallas sino el paisaje, la geografía mexicana y se destiló en su recuerdo como vino generoso. Después de que Alfonso Reyes instauró en una frase feliz –y ya un signo heráldico del Valle de México- la diafanidad atmosférica del altiplano («Viajero: has llegado a la región más transparente del aire»), es a Martín Luis Guzmán a quien fascina la claridad matinal que envuelve a la metrópoli, y en tanto a su alrededor ensordecía el estruendo de las luchas civiles, el paso de los ejércitos revolucionarios, sus pupilas abiertas absorben la luminosidad del Valle: «Era un día claro –con esa claridad, sólo de México, que acerca a las montañas y convierte el aire en transparencia pura», dice embelesado, para continuar: «La mañana era soberbia. Húmeda y prodigiosamente transparente, la luz bañaba todo en claridad –en claridad perfecta, en claridad que parecía embeber las cosas son tocarlas…» […]

“Apasionado –él fue siempre una pasión viva-, atraído por las fuerzas cósmicas, José Vasconcelos se deja sacudir y estremecer por el paisaje, en sus correrías revolucionarias, cuando todavía sus ojos eran generosos. Ante las debilidades humanas, siente la exaltación íntima y poderosa que estimulan las creaciones de la naturaleza. Pensador, el paisaje lo hace más artista y más filósofo. «Cómo resultan mezquinas –apunta- todas las luchas del hombre y cómo sería hermoso vivir de eremita para contemplar la naturaleza en su plenitud gloriosa».

“Si a Vasconcelos lo gana y domina el prejuicio para juzgar a los hombres, ¡qué plenitud la suya para sentir, para beber, para penetrar en el misterio del paisaje, como si coincidiera con González Martínez en torcerle el cuelo al cisne «que no siente el alma de las cosas»! con «inquieta pupila», José Vasconcelos es capaz de definir su emoción al contemplar una serie de impresionantes cimas, a bordo de un tren, cuando corre tras su más intensa vida, en la marea revolucionaria. Ante la grandeza del paisaje, en una de sus formas más fascinantes, el abismo, él se siente «la primer conciencia humana que se sobrecoge al capricho de las fuerzas creadoras».

“Páginas imponderables escribe Vasconcelos en el Ulises criollo y en La tormenta, expresando sus reacciones ante la naturaleza mexicana. Y antes de describirla, fija su exaltación espiritual ante su panorama: «Pero también nace de la vista del campo primaveral no sé qué anhelo de superar el deseo concreto y un amor se difunde organizando la naturaleza en jerarquías». Viviendo a venturas extraordinarias, con toda su pasión desbordada y que nos confía con una sinceridad admirable, a la que pocos escritores se han atrevido, halla en la contemplación de la abrupta o feraz geografía de su patria, instantes para desprenderse de su condición humana, torturada por deseos, arrastrada a mezquindades políticas o a las debilidades de la carne:

“«La travesía de una cañada, probablemente el río Pilón, fue como vivir un poema de campestre lirismo. En la mañana clara los riscos refulgen. La vereda sube y baja por el flanco de los cerros; asoma en algunos trechos al llano y en otros baja hasta confundirse con las piedras del arroyo. Una corriente cristalina susurra y la arboleda se prolonga rumorosa de frondas, cautivante de trinos de aves. Las retamas aroman el aire. Y se nos antoja que vamos de paseo con rumbo a alguna feria rústica o en viaje de amantes por la claridad dichosa» [...]

“Sigamos transcribiendo, que no hace falta más cuando se oye hablar así a Vasconcelos:

“«La selva, por su parte, alcanza alturas de cumbre y compone oleajes de verdor. Se antoja meterse a su entraña obstruida de bejucos, yedras y ramazones, poblada de guacamayas y pericos, gatos monteses y pumas. La sensación de vitalidad inexhausta contagia y expande el ánimo. Se siente que la vida tiene arraigo en el planeta. La belleza no es allí una elemental combinación de líneas y de tonos, sino muchedumbre de paraíso que encuentra su ritmo en la fragancia de los hálitos y en el clamor múltiple de la vida» [...]

“Escéptico de su propio país, de sus dirigentes, a los que fustiga a veces en páginas de injusta perspectiva o a los que niega llevado de sus extremosas posiciones, no puede menos que expresar su emoción ante la naturaleza. Y si México es para él lo negativo -«…una de las más altas bellezas que es dado contemplar al ojo humano, y una de tantas del México maravilloso, nación en que la gente acumula ignominia y horror a la par que despliega inefables panoramas la naturaleza»-, una de nuestras más altas cumbres le da motivo para escapar de sus dudas morales:

“«A medio río, en la anchura mayor se contempla el fondo, hacia occidente, casi próxima y a una altura increíble, la Sierra Madre Oriental de macizos ciclópeos. En un catálogo de las bellezas naturales del mundo, panorama tal ocuparía el primer lugar reservado a las obras maestras…» [...]

“Considerando la importancia que los novelistas de la Revolución otorgan al paisaje, se concluye que fue factor para situar el campo que se libraron las más grandes batallas. El más notable guerrillero dueño de una intuición táctica asombrosa y por momentos genial, Pancho Villa, nos parece, militarmente hablando, un producto de la geografía norteña. En sus incursiones de hombre fuera de la ley, se identificó con las imponentes montañas, con las sabanas, con la topografía formidable de Chihuahua, a la que hizo su mejor aliada. Asó lo narran todos aquellos escritores.

“Otro novelista, J. Rubén Romero, posee la particularidad de ver el paisaje con ojos de feligrés liberal:

“«Entretanto, la luz entonaba su sinfonía de colores; primero el blanco de las nubes, tenue jabonadura para que el sol se rasurase; después el rojo de los holanes deshilachados del poniente y el verde amarillo de los cerros que parecían casullas de los domingos de Cuaresma, o capas pluviales ornamentadas con el oro que la Iglesia niega a los pobres»

“Curiosas asociaciones percibe el autor de Pito Pérez: «La casa de los Rafaeles, con su corralito a la espalda, vista desde lejos, parecía un indio descansando en la soledad del crepúsculo, con el huacal al hombro».

“De ese infortunado escritor muerto trágicamente cuando había anticipado las promisorias posibilidades de su pluma, Cipriano Campos Alatorre, son estos pincelazos entresacados de su libro Los Fusilados:

“«La mañana era gris y había nubarrones negruzcos y revueltos, como tizne embarrado a escobazos sobre el muro plomizo de una cocina. Sólo en Oriente flameaban las nubes del celaje tintas en un bermellón tinto y cenizo. Pero como a eso de las doce, el cielo se despejó completamente, y el sol reverberó como nunca sobre el lomo trigueño de la tierra» [...]

“La Revolución, como se ve, identificó por vez primera al mexicano con el ámbito natural. Lo puso y lo adentró en lo suyo. Fue, también, una revelación estética de la que habría de derivarse el genio pictórico de sus grandes maestros pintores.”