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Jueves 16 de mayo de 2013

The Walking Dead

Vi de cabo a rabo las primeras 2 temporadas y voy por más


Vi de cabo a rabo las primeras 2 temporadas y voy por más

Yo no soy muy de series; y ya puestos, si son de horror, menos. Me eriza estar al borde del asiento y con el Jesús en la boca. Para mí, ver películas de terror es como comer chile: No le encuentro sentido al sufrimiento gratuito.

Pues bien, no únicamente vi de cabo a rabo las primeras 2 temporadas, sino que las disfruté y voy por más. La cosa empezó con el Adolfo, quien no se perdía un capítulo. “¿Qué estás haciendo?”; “viendo la tele”; “¿Qué estás viendo?”; “Dagualquinded” (el inglés lo pronuncia igual que López Dóriga); “¿De qué se trata?”; “De zombis”; “No dejaría….”; y me iba yo para otro lado envuelto en la túnica de mis desdén. Claro que no pasaba tarde que no estuviera a dale y dale con: “¿Quieres verla?”; y yo: “no, gracias”; ocurre que, como con la cumbia del “Viejo del Sombrerón”: Una gota de agua sobre una piedra hace un orificio. Y uno de tantos días me puse a ver un capítulo y ya me quedé ahí, cómodamente instalado en mi carácter de espectador del espanto.

Datos más datos menos, la serie narra los avatares de un grupo de sobrevivientes, quienes van tras la pista de un mítico refugio, luego del cataclismo: Una epidemia mundial que hace que los muertos “revivan”. Lo que cierto es que ni reviven ni nada, no más se les “despierta” una zona del cerebro que mantiene intacta una función vital: El hambre; de tal modo que los “muertos vivientes” solo hacen dos cosas: Comer y caminar; caminar y comer, póngale usted el orden. De ahí el mote de los engendros que sirve de título a la serie: “Caminantes”. Claro que como toda obra de ese género que se respete, el sobresalto y las sorpresas desagradables están a la orden del día: Dientes pelones, mordiscos, ojos botados, litros de sangre y kilómetros de intestinos de fuera sirven de telón de fondo a la historia de vida de cada uno de los personajes. Entre las muchas razones que me sirvieron de resorte para verla, la principal es que quería estar con el Adolfo, sentarnos y verla juntos. Claro que eso de “sentarnos y verla juntos” es un eufemismo, pues a cada rato nos peleamos por el sillón, la almohada, el trozo de tapete, la última paleta, ponerle “pausa” para ir al baño, jugar “luchitas” y un sinfín de reyertas menores que pautan nuestra relación de padre e hijo. La otra es que sirve como excelente punto de arranque para realizar multitud de reflexiones “de bulto” sobre una cantidad infinita de temas: El amor, la solidaridad, la decencia, el honor, la maldad, el egoísmo, el liderazgo, la venganza, el rencor, el heroísmo, el deber, la fidelidad, la amistad, el valor, entre otros más. Son tantas las aristas, tantas a veces mis interrupciones estratégicas, que Adolfo luego de detener la cinta le pone “play” de nuevo y me dice: “Ya, papá, ya, tranquilo; ya entendí”.

A donde quiero llegar, es a que podemos ver la serie como otra más (y estará bien); y sin embargo, también podemos intentar una reflexión sobre las distintas situaciones que presenta y que resultan, querámoslo o no, aplicables a nuestra cotidianidad. En ocasiones, sin necesidad de bichos perversos, en nuestra vida diaria nos comportamos como auténticos zombis: comemos y caminamos; caminamos y comemos. Trituramos y devoramos al prójimo, lo explotamos o le pagamos salarios de hambre; a los más pobres, a los más necesitados, a nuestros indígenas, por ejemplo, o a los habitantes de las zonas rurales, les escamoteamos o francamente le robamos lo que le pertenece: Las ayudas del Gobierno, sus recursos naturales (forestales, mineros, etc.) y luego, hipócritamente nos dolemos de su miseria. Peor aún, en ocasiones, nos quejamos de verlos vendiendo chicles o pidiendo ayuda en las esquinas; sin darnos cuenta -o sin querer hacerlo-, que solo entre el año 2000 y el 2010 se extrajo más oro de las entraña de México que en los 300 años de dominio español; mientras ellos continúan igual de pobres que hace 500 años, algún vivales del Gobierno se ha hecho millonario al amparo de su desgracia inducida.

En las grandes ciudades, dejamos que los políticos mientan y estafen a su libre arbitrio; y en ocasiones, no solo no hacemos lo que nos corresponde como auténticos ciudadanos, sino que nos sometemos mansamente al expolio y al abuso. Aplaudimos con entusiasmo las medidas demagógicas y populistas y dejamos que nos “vean la cara” en aras de una tranquilidad o confort producto de la apatía o la ignorancia; celebramos a los políticos corruptos y les damos gracias por sus dádivas, sin importarnos ver cómo saquean el cajón de la cosa pública. No conformes, a veces los disculpamos con una “mexicanidad” o una “tradición” mal entendidas: “Así somos”, “el pueblo tiene el tipo de gobernantes que se merece” o el cínico, aunque estrictamente veraz: “La corrupción somos todos”. En la cima de lo peor, no falta quien los ensalza o los engrandece a través de editoriales y notas de prensa que dan cuenta y detallada razón de sus “logros”, mostrando una lambisconería sin límites.

Todos los días, se miente, se explota, se desfalca, se defrauda sin que pase nada. País de zombis, de sordos, ciegos, mudos; de caminantes que pasan de largo frente a todo aquello que no represente sus apetitos más groseros e inmediatos, pues lo demás les es ajeno. País donde buena parte del sector empresarial es voraz en exceso; de la opinión pública, es cobarde; de la iglesia, comparsa -en el mejor de los casos-, pues en el peor, resulta cómplice; del gobierno, corrupta; y de la ciudadanía, indolente y apática. Sigamos caminando.