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Lunes 7 de enero de 2008

Crueldad en los mitos


Pigmalión 1985

Cierto fatídico día de septiembre de 1985, al término de su perfecta obra el escultor ofreció su alma a Luzbel a cambio de que le diera vida a la Venus de mármol.

Un humo espeso y maloliente invadió aquel estudio en la Ciudad de México. Después, un suspiro, un leve aleteo de pestañas, un estirar de músculos, pero antes de que la marmórea hembra dejara completamente su estado de petrificación, todo el recinto empezó a cimbrarse.

Oscilaron los cuadros, se cayeron los muebles, rodaron los bancos y se escuchó un estrépito al desplomarse la escultura.

Cuando llegaron los socorristas se horrorizaron al ver a un hombre de rodillas gimiendo desconsoladamente ante el cadáver desnudo de una mujer descuartizada. (118)

El palacio de los dioses

Sus padres lo llevaron a Atenas, Grecia, donde conoció las ruinas que gritaban con voz silenciosa su historia y su majestuosidad y sintió admiración y temor ante las mutiladas, desfiguradas e incompletas esculturas de los dioses del Olimpo.

Su espíritu aventurero le animó a separarse de sus padres y del grupo excursionista, fue así como se extravió.

El discernimiento a sus ocho años lo condujo a refugiarse en unos cascarones de edificios para pasar la noche y casi lloró de felicidad cuando descubrió en el interior, iluminado por la luz plateada de la luna, a aquellas ruinas humanas dirigiéndose a él.

Sin narices, sin orejas, algunas mancas, otras cojas y casi todas con la piel cayéndoseles en pedazos no dejaban lugar a dudas: eran los dioses del Olimpo. (128)

Leda, hoy

Nada le había resultado para dejar su soltería y terminando de leer la leyenda mitológica de Leda y el cisne, en la cual Zeus, el Padre de los dioses, para lograr su capricho erótico de copular con Leda se transforma en cisne.

La solterona se las ingenió para conseguir un ejemplar macho de la grácil ave. Se desnudó, la tomó entre sus brazos, sintió el albo plumaje rozar su piel, pero por más esfuerzos, cariñitos y palabras dulces no logró la reacción esperada.

Llena de coraje atrapó al plumífero y siguiendo al pie de la letra aquellos versos de “Tuércele el cuello al cisne”, le torció el pescuezo. Una vez que se repuso de la emoción truncada, pensó en buscar una receta: “¿Cisne a la naranja, tal vez?” (128)