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Miércoles 25 de junio de 2008

Del placer de la lectura

“Tenía miedo de escribir prosa porque me parecía que la prosa era mucho más difícil que el verso"


Hay escritores que fulguran desde la primera letra del primer párrafo de la primera página de sus textos. Vasconcelos sostenía que esos libros deben leerse de pie. Yo digo que no pueden ser abiertos impunemente. Un momento cualquiera vamos por la vida atendiendo nuestros propios asuntos y en el siguiente, ¡zas!, un tono de voz, un aroma, un roce de piel… o el primer párrafo de un libro, tienen en nosotros el efecto de un rayo y ya no volvemos a ser iguales.

La correspondencia espiritual con lo impreso ha sido materia de largas y espléndidas disquisiciones. Dice Henry Miller que el libro enriquece al que se apodera de él con toda el alma. Goethe sostenía que al leer no se aprende nada, sino que nos convertimos en algo. Edmundo Valadés vivió convencido de que el libro que uno desea con toda el alma siempre encuentra el camino hacia nosotros y, una vez hallado, nos libera para siempre de la soledad.

Un mar de tinta y una montaña de papel no bastarían para consignar todo lo que puede escribirse acerca de lo que Robert Darnton llamó El coloquio de los lectores, y yo, las afinidades secretas. Sin embargo, hay seres que deambulan por la vida como autómatas, hijos de la pantalla chica, siervos del relumbrón, que voluntariamente cancelan la alegría y la vida mejor que sólo la lectura nos puede dar.

Máximo Gorki encontraba que al platicar sobre sus lecturas las distorsionaba y les agregaba cosas de su propia experiencia. Y ello ocurría porque literatura y vida se le habían fundido en una sola cosa. Para él un libro era una realidad viviente y parlante. Menos una “cosa” que todas las otras cosas creadas o a crearse por el hombre. Ya mayor y reconocido, el autor de La Madre narró, en un ensayo luminoso, cómo aprendió a escribir. Hoy comparto con usted una porción de aquella memoria:

“Cuando tenía alrededor de veinte años empecé a entender que había visto, oído y experimentado muchas cosas sobre las cuales debía hablar a otra gente. Me parecía que comprendía y sentía ciertas cosas de una manera distinta que los demás. Esto me preocupaba y me ponía inquieto y locuaz. Aun cuando leía a un maestro como Turgueniev, pensaba algunas veces que yo podría narrar las historias de los protagonistas de Los relatos de un cazador en una forma distinta a la de Turgueniev. En ese entonces ya era yo considerado un relator de cuentos interesantes para los estibadores, panaderos, vagabundos, carpinteros, ferroviarios, ‘peregrinos a lugares sagrados’, y en general la gente entre la que vivía me escuchaba con atención. Cuando les relataba libros que había leído me encontraba más de una vez con que estaba contándolos en forma diferente, distorsionando lo que había leído, agregándole algo sacado de mi propia experiencia. Esto ocurría por que, para mí, literatura y vida se habían fundido en una sola cosa; un libro era el mismo tipo de manifestación de vida que un hombre; un libro era también una realidad viviente y parlante, y era menos una ‘cosa’ que todas las otras cosas creadas o a crearse por el hombre.

“Los intelectuales que me escuchaban me decían: ‘¡Escriba! ¡Trate de escribir!’

“Tenía miedo de escribir prosa porque me parecía que la prosa era mucho más difícil que el verso. La prosa exigía una mirada excepcionalmente aguda, la capacidad de ver y observar cosas invisibles para los demás y cierta disposición excepcionalmente compacta y potente de las palabras. Pero a pesar de todo ello traté igualmente de escribir prosa, aunque prefería la prosa rítmica porque descubrí que escribir la prosa corriente estaba fuera de mi alcance. Empecé a escribir debido a la presión que ejercía sobre mí una ‘vida de pobreza y tristeza’ y porque tenía tantas impresiones, que no podía dejar de escribir. La primera razón me indujo a tratar de introducir en esa ‘vida de pobreza y tristeza’ productos de la imaginación tales como El halcón y el erizo, La leyenda del Corazón ardiente, El petrel de Tonnen - tas, y la segunda razón me indujo a escribir historias de carácter realista como Veintiséis hombres y una muchacha y Los Orlov.

“Mis impresiones provenían tanto directamente de la vida como de los libros. La primera clase de impresión la podemos comparar con la materia prima y la segunda con artículos semi manufacturados. O, diciéndolo más toscamente para hacerlo más sencillo: en el primer de caso yo veía frente a mí un buey y en el segundo su cuero hermosamente curtido. Debo mucho a la literatura extranjera, especialmente a la francesa.

“Mi abuelo era áspero y avaro pero yo nunca lo había visto y comprendido tan bien como lo vi y comprendí después de leer la novela de Balzac Eugenia Grandet. El viejo Grandet, el padre de Eugenia, también es un avaro y en general muy parecido a mi abuelo, salvo que es menos inteligente y menos interesante.

“Comparado con el francés, mi viejo abuelo ruso, a quien yo no quería, decididamente ganaba en estatura. Ello no me indujo a cambiar mi actitud hacia él, pero fue para mí un gran descubrimiento comprobar que un libro era capaz de revelarme algo que yo no había visto o advertido antes sobre alguien a quien conocía.

“No recuerdo haberme quejado de la vida de mi juventud. La gente entre la cual empecé mi vida se quejaba mucho, pero yo notaba que lo hacían por astucia; quejándose esperaban ocultar su falta de deseo de ayudarse los unos a los otros, y por ello yo hacía lo posible por no imitarlos. Más tarde me convencí muy pronto de que la gente que más gustaba de quejarse tenía escaso poder de resistencia, no podía o quería trabajar y, en general, gustaba de la vida fácil a expensas de los otros.

“La literatura extranjera me proporcionó abundante material de comparación y despertó mi admiración por la notable maestría con que describía a la gente de una manera tan viva y plástica, que me parecía que podía tocarlos. Además, los encontraba siempre más activos que los rusos; hablaban menos y hacían más.”

Molcajeteando…

El domingo 15 de junio mi cuata Sagrario Cruz recibió la medalla “Gonzalo Aguirre Beltrán” que otorga el gobierno del Estado de Veracruz, por la difusión e investigación sobre la presencia africana en México y particularmente la de Veracruz.

Sagrario es una investigadora excepcional, una madre devota y divertida y una generosa amiga. Ella es uno de mis ejemplos de que cuando queremos, no hay altura que nos sea imposible alcanzar. Su trabajo ha sido reconocido principalmente en el extranjero, y ahora, afortunadamente, en su propia tierra. Cito sus palabras:

“Mis investigaciones se han hecho y dado a conocer gracias a la colaboración de mucha gente e instituciones: mi familia, amigos, mis profesores, la Universidad Veracruzana, el National Museum of Mexican Arts, el Museo de Historia de Monterrey, el National Hispanic Cultural Center de Albuquerque, el Museo de Orizaba, el IVEC, el African American Museum de Los Ángeles, Radiotelevisión de Veracruz, el Patronato del Museo de Antropología de Xalapa, el United Negro College Fund Special Programs, la TODA Fundation, por citar a los involucrados en tiempos recientes. Todos ustedes han colaborado de alguna manera para que yo pueda seguir con la investigación sobre la presencia africana en México. Les agradezco de corazón lo que han hecho por mí y los momentos en que me han dado su apoyo, asesorías y cálida compañía en esta chamba. Estoy muy contenta y me siento como una especie de ‘miss universo académica’ con mi medalla al cuello en lugar de corona.”

Enhorabuena. Isa debe estar muy orgullosa.