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Martes 4 de diciembre de 2007

Desesperanza

La resolución de la Suprema Corte respecto al caso Lydia Cacho ha causado pesadumbre, decepción e irritación


Dice el segundo párrafo del artículo 97 de la Constitución: “La Suprema Corte de Justicia de la Nación podrá nombrar alguno o algunos de sus miembros o algún juez de distrito o magistrado de circuito, o designar uno o varios comisionados especiales, cuando así lo juzgue conveniente o lo pidiere el Ejecutivo federal o alguna de las cámaras del Congreso de la Unión, o el gobernador de algún estado, únicamente para que averigüe algún hecho o hechos que constituyan una grave violación de alguna garantía individual. También podrá solicitar al Consejo de la Judicatura Federal que averigüe la conducta de algún juez o magistrado federal”.

Con base en esta disposición constitucional, las cámaras de Diputados y de Senadores solicitaron en abril de 2006 la intervención de la Corte para averiguar la violación de garantías individuales a la periodista Lydia Cacho. Relevante el caso por sí mismo tratándose del ejercicio de una profesión cada día con más altos riesgos en nuestro país, pero sin duda grave porque el ultraje a que fue sometida por autoridades de Puebla y Quintana Roo derivó de la investigación que sobre las redes de pederastia y pornografía infantil documentó en su libro Los demonios del edén.

Desde que el asunto llegó al máximo tribunal, algunos ministros rechazaron su estudio al considerar que esa facultad indagatoria provenía de otro tiempo y contexto nacionales, habida cuenta que ya existía la instancia adecuada para hacer recomendaciones sobre la violación de garantías, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, y que el caso de Aguas Blancas, en el que la Corte había ejercido esa facultad, tenía una magnitud incomparable. “Todo lo que no puedan o no quieran resolver nos lo van a mandar a nosotros”, reclamó uno de ellos.

Efectivamente, en las cámaras se discutió la posibilidad de iniciar el juicio político contra el gobernador de Puebla, Mario Marín, el camino más preciso para que en términos vinculantes se resolviera su separación del cargo, lo que en cualquier país con mínimos estándares de ética política se habría producido por el mismo funcionario. Por esos días estrujaba al país la difusión de la conversación telefónica entre el gobernador y el rey de la mezclilla, Kamel Nacif, en el noticiario de Carmen Aristegui (14/II/2006). Puestos a la luz pública la colusión de autoridades y el abuso de poder, la discusión en el Senado trató de desviarse hacia el tema de la intromisión ilegal en las conversaciones telefónicas, pero fue imposible hacerse de la vista gorda y se optó por que la Corte interviniera, dada su fuerza moral y prestigio en aumento como tribunal constitucional.

Esa era la confianza depositada. Al margen de las negociaciones políticas en el Congreso, la Corte podría dar una lección de sensibilidad social y resguardo a los derechos de las personas, y pronunciarse sobre uno de los asuntos más abominables de la conducta humana delictiva: la pederastia. Esa esperanza se reforzó cuando vimos actuar a la Corte frente a la ley Televisa y supimos de qué están hechos los ministros. Sólidos en sus argumentaciones y resueltos en su decisión, fueron al rescate de la soberanía estatal y brindaron una lección de dignidad a los que se rindieron al chantaje de las televisoras y renunciaron a su deber.

Por eso la resolución de la semana pasada, y más el proceso y las contradictorias posiciones de algunos ministros, han causado tanta pesadumbre en diversos sectores que lo hemos seguido con detenimiento. Se anidan la decepción y la irritación, esa mezcla que produce la desesperanza de sentir el desamparo de la última instancia en decir el derecho.

Se esperaba sólo un pronunciamiento de nuestro máximo tribunal para que les fuera casi imposible dejar de actuar a otras instancias sobre la violación de garantías individuales a una ciudadana. Pero si el Congreso pidió a la Corte su actuación, porque renunció asimismo al juicio político al considerar que no le son propias en ese proceso funciones ministeriales, y la Corte tampoco se pronuncia porque no es Ministerio Público y no son violaciones tan graves, ¿quién cree en este país que el MP actuará? ¿O que un juez resolverá por la vía del amparo lo que el pleno de la Corte no quiso?

Desaniman el concierto impune de las autoridades estatales para agredir a una periodista y el afán cómplice entre una gran parte de la clase política constituido de silencios, omisiones y elusiones en diversas instancias y poderes del gobierno sobre el abuso sexual infantil, y la red que trafica con los menores. Eso agolpa la tristeza que genera la inacción.

Parece que nada valió. Ni las evidencias y la investigación de la comisión nombrada por la propia SCJN, ni los contundentes argumentos de su instructor Juan Silva Meza, ni las intervenciones de José Ramón Cossío, Génaro Góngora Pimentel y Gudiño Pelayo.

Se trataba de algo tan sencillo como trascendental: no permitir lo que vimos el fin de semana pasado, celebratorio en Puebla, que la impunidad brindara con coñac, delante de la injusticia y el abuso del que son víctimas miles de menores a manos de la pederastia y de la pornografía infantil. Y creo que esto fue lo que la Corte no quiso o no pudo detener. Se le ha ido una oportunidad enorme de ratificación de su contextura, de lo que invariablemente debiera ser majestad constitucional.

Profesor de la FCPyS de la UNAM