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Chihuahua, Chihuahua



Jueves 27 de diciembre de 2007

Deportes y tristeza

El púgil lanzó su primera andanada de golpes certeros, contundentes y veloces al costal de arena


Ojos

Sale a la calle y lo primero que ve son unos ojos que lo ven, y luego otros y otros y otros más. El nerviosismo entorpece sus movimientos y quiere correr porque ya hay más pares de ojos viéndolo y dice para su interior: “¡Oh, Dios mío! Líbrame de esta pesadilla”, pero eso no lo salva de que sigan persiguiéndolo las miradas y cuando siente que la ira le remueve lo valiente para enfrentarse a todos esos ojos, una voz le dice: “¡Señor, señor! Se le olvidaron los pantalones”. (89)

Una de box

El púgil lanzó su primera andanada de golpes certeros, contundentes y veloces al costal de arena y creyó escuchar un quejido. Hizo una pausa. Sólo escuchó su propio jadeo. Siguió con su entrenamiento castigando duramente a su adversario imaginario. Mandó un golpe bajo y alcanzó a oír claramente un lamento. Lanzó un gancho, luego un izquierdazo y ya no dudó más. Solicitó que le quitaran los guantes y las vendas y luego pidió una navaja. La clavó en el costal y un alarido retumbó en todo el gimnasio. De aquella rajada no salía arena, sino vísceras machacadas y una espesa sangre morada. (102)

Esta tristeza mía.

Abrí la ventana de mis reflexiones y alcancé a ver que afuera se deslizaba tímida y cansinamente mi tristeza. Reconocí su terciopelo azul - gris, plagado de motitas polvo. Mi miró con esa mirada que era el reflejo de la mía y escuché el murmullo de su voz suave, a ritmo de blues. Levanté el cristal y estiré mis brazos para que se me subiera. Aquí está conmigo, me la he envuelto como si fuera una bufanda. Me rodeó también con su aroma: otoño tardecino. Y así, sentados, meciéndonos en el vaivén de los recuerdos nos fundimos sin importar cuándo ni cuánto nos toleraremos. (104)

Desbocada

Con la paciencia enquistada tras largos años de vida conyugal, el marido había detectado una caudal inagotable de verborrea en su media naranja, de ahí que, por amor, o por compasión, quién sabe, después de escuchar el monótono parloteo, simplemente le decía: “Sí mujer, pero ya guarda silencio, recuerda que se te pueden acabar las palabras”, sólo así se callaba la parlanchina.
Cierto día, por darle gusto a su mujer, la dejó que hablara y hablara hasta rebasar los límites establecidos y cuando el marido pronunció la fase contenedora, fue demasiado tarde: la mujer se había desbocado y las palabras le jalaron la respiración dejándola sin aliento. (107)

Curiosidad

Era tan joven y tan inexperta que muchas cosas no sabía, como aquello de estar en un velorio, con gente desconocida y cuyo llanto no le despertaba ninguna emoción. No pudo refrenar el deseo de acercarse al ataúd, se dejó ganar por la curiosidad y se asomó y fue cuando se vio a sí misma. Tenía los ojos cerrados, el rostro muy pálido, los labios amoratados y de la boca entreabierta se alcanza a ver lo que parecía una bola de algodón. Sintió ganas de llorar, pero el llanto no acudía ni las lágrimas se asomaban. Tristemente atravesó a los dolientes y se fue de ahí lamentándose haber sido tan curiosa y haberse enterado que ya estaba muerta. (118)